Julieta, Petra, Sarah, Cruz… los primeros nombres que me habitan y acompañan, los claveles, malvas y lavandas que me crecen desde los poros, las raíces que anclan los granados al suelo, los primeros soles que limpian los senderos de espinas. Son mujeres aves, mujeres alimento y mujeres tierra, las de los olores primigenios, las sibilas y los consejos, mujeres papiro cuyas enseñanzas orbitan alrededor de los pensamientos limpios, llenos de pirul y bolitas de masa, el maíz nixtamalizado, el sudor en la frente porque crecieron con alas que no caben en una pintura rupestre, ni adentro de una jaula ni de una cueva, son el amanecer y también la mesa redonda, los fragmentos de una bóveda que me arropan y guarecen, pero también que me impulsan a no detener el movimiento, mujeres hacedoras.
Luciana, Margarita, María, Sara (sin h y con otro nombre)… rompedoras de paradigmas, con el seno hinchado de amor y saberes, recias visitadoras de búhos y amapolas, con la jaula abierta como señal de libertades y con las plumas bien afianzadas al cuerpo para que el vuelo no se decante ante la mínima provocación, oráculos que ven el abismo y se avientan al acantilado, valientes y con los rostros reflejados en los ojos de los cenzontles, en el canto antes del alpiste y el descanso de la sombra de un árbol, cualquiera en el que convergen el asilo y el ímpetu de las respuestas.
Amada, Anastasia, Isabel y todos aquellos nombres que no me alcanzan el árbol genealógico de la familia, porque la memoria no me es suficiente, pero en la genética llevo el rostro mirando al cielo, la germinación del campo, la penetración de una mirada y el cariño del humo de una hoguera, el gusto por el guiso y por qué no, un traguito de algo calientito y el tabaco entre los dedos, soy ellas porque ellas habitan en mí desde antes de mi nacimiento, y yo habitaré en ellas traspasando todavía el umbral de mi propia muerte. Las mujeres que viven en mí, son ellas, son más y serán otras que vendrán –aunque no directamente− de mí.
Marbella Melo nos abre las puertas de la jaula para conversar con mujeres crisálidas, a punto de transformarse en nuestro propio eco, nos muestra la potencia de la voz femenina que está hecha para resistir los embates de un mundo que se hace pequeño, nos llama con una línea que parece un susurro –siseo de serpientes que adornan nuestra cabeza− para decirnos que también, en la sutileza de esta existencia, somos mujeres luna, eslabones de una gota que principia nuestro nacimiento, individual y colectivo. Somos el yo y las demás, somos el yo y ellas, soy yo y las mujeres que viven en mí, y ésa es la conclusión más bella que me deja el transitar en el mundo onírico que Marbella nos regala en esta preciosa colección de grabado.
No olviden nombrarlas, susurrar el nombre y gritarlo las veces que sea necesario, no olviden agradecer el camino limpio de espinas y piedras, agradecer la hoguera y la llama interna inflamada desde el amor, no olviden que juntos incendiamos la cultura.
Karen Salazar Mar
Directora de El Mechero