Cuando somos estudiantes no tenemos conciencia sobre la educación; tampoco los objetivos que pretende lograr cada institución educativa, sus planteamientos y sistemas de evaluación. Nos imagino como aquellos contagiados de ceguera en la novela Ensayo sobre la ceguera del Premio Nobel portugués, José Saramago, caminando uno detrás del otro, tomados de la mano en busca de comida o del sanitario para hacer nuestras necesidades. De esa manera el estudiante entra a clases con un total desconocimiento del porvenir: ¿cómo serán los maestros que nos darán lecciones?, ¿cuáles serán sus estrategias educativas para enseñarnos?, ¿qué clase será la más complicada? Cuestiones de ese tipo son las implicadas en esta reflexión, preguntas que se orientan más a lo personal del alumno en vez de hacia el plantel, la clase o el profesor. Quisiera generalizar, para continuar con este texto, diciendo que nadie de nosotros se preocupa por el programa de estudios, si conocemos los objetivos y las aspiraciones de la escuela a la que nos inscribimos. Si va, por ejemplo, con mi ideal del mundo educativo o es totalmente contrario a lo que quiero y necesito. Vamos ciegos, es más, entramos ciegos a clase con un desconocimiento general. En mi caso, y para ejemplificar lo aquí dicho, cuando me inscribí a la preparatoria no sabía nada de ella más que era parte de la universidad autónoma local y que en ella había mucha gente distinta. Yo venía de otra ciudad, no conocía a nadie y, al momento de entrar a clases, me di cuenta de que, en efecto, ahí convivía un mundo distinto al mío, tanta gente caminando con una ceguera que me dio miedo.
Es en el primer día cuando descubrimos nuestra ignorancia sobre la elección. “¿Qué estoy haciendo aquí, yo, que me educaron de una manera rígida y religiosa, en una escuela pública?”, podrá preguntarse alguien; o también: “¿por qué me inscribirían aquí mis papás si saben que no me gusta estudiar y me meten a una escuela donde ni exigen y ni regañan a los que no entran a clase?”, quizá diga otro. Sea como sea, la ceguera a la que me refiero va más allá de las posibilidades de cada estudiante, porque es claro que si a alguien lo inscriben en una escuela pública pueden ser varios factores los que lo motivaron a llevarlo a ese lugar, la parte económica, la tradición familiar, por nombrar algunas; y, por otro lado, aquellos que están en escuelas privadas tienen una realidad distinta a los anteriores señalados. Con esta ceguera me refiero más que nada al desconocimiento en general sobre la escuela en la que estamos.
Retomando mi caso en la preparatoria, descubrí a las pocas horas que estaba en una escuela libre, en donde el papel de la educación recaía por completo en el estudiante, y donde los maestros serían una guía para llegar al conocimiento, pero sin la motivación, el orden, el compromiso y responsabilidad del alumno no se podría llegar a nada. Ese tipo de educación era de mi agrado, porque nunca fui bueno para acatar órdenes, de que estuvieran detrás de mí pidiendo la tarea o haciéndome estudiar. Esa libertad era necesaria en mi vida, porque todos tenemos tiempos distintos, estudiamos de formas diferentes o pensamos de otras maneras. Sin embargo, al poco tiempo también visualicé que a algunos compañeros les afectaba esa forma de educación, aquellos que venían de colegios privados, religiosos, de una educación tradicional y rígida. “¿Cómo que no nos van a exigir las tareas?, ¿que aquí entra a clases quien quiera?”, se preguntaban. Sus caras de miedo reflejaban los pensamientos de entonces. Es ahí donde me refiero a la ceguera, que no conocemos en dónde estamos hasta que estamos.
Por otra parte, el tema del docente también es trascendente, ya que las formas de enseñanza que aplica cada uno también varía según sea el caso. Esta libertad de la que hablo recae, asimismo, en las estrategias educativas y modelos de aprendizaje que cada maestro emplea al dar sus clases, y no me refiero solamente a aquellos de la preparatoria, sino en general. Pero me baso en esos recuerdos preparatorianos para explicar la ceguera docente. La gran variedad de estilos de enseñanza en esa escuela hacía complicada la convivencia entre alumnos y maestros, pensemos que la libertad de aprendizaje del alumno no era posible en algunas clases, ya que el maestro tenía una idea tradicional de la enseñanza y el ir cuando querías, el poner o no atención, el no participar, el entregar tareas cuando querías explotaba al momento de las calificaciones. ¿Cuál es, entonces, el objetivo de la educación?: ¿hacer que los alumnos memoricen conceptos e ideas, que entreguen tareas, que asistan a clases y pongan atención, que sean capaces de racionalizar y analizar lo visto en clase o, yéndonos al extremo, pasar los exámenes?
En el tema de la educación, quién sabrá en dónde mete a sus hijos, sin conocer qué opiniones podrá tener éste al respecto. Si le gusta, si prefiere buscar otras opciones, con la idea de que el alumno interactúe con el medio en un ambiente propicio para él. La ceguera refleja el desconocimiento de los distintos enfoques educativos que tienen las escuelas, con contrarios esquemas de planeamiento educativo, perspectivas basadas en teorías generales del aprendizaje. Si el alumno conociera algo de lo antes hablado tendría una amplia gama de elecciones escolares, pero caminamos en esta ceguera educativa que se planea corregir mientras el tiempo pasa y el alumno madura. Pero no hay nadie externo que, en un acto de amabilidad, guíe a los ciegos a una posible curación, ¿o serán, acaso, los docentes?
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