La memoria de Eko
El trebejo entre manos:
un paquidermo de felpa remonta el camino.
Mi cama es una balsa sobre el río;
las cortinas, pendiles para ruidos de la selva.
Allí el sol está furioso
pero no busca vengarse de la lluvia.
Aunque la casa tiemble
a nadie importa;
el agua es fresca,
obsequia un baño de lodo
para la elefante y su mesura.
Eko es su nombre,
arde en todos los reflejos.
Los machos saben del amplio sueño
que es su cuerpo.
Cuando el tiempo de celo llega
la locura monta el lomo de los elefantes.
Días y noches van sobre sus pasos,
arremeten contra árboles:
los gigantes se enfrentan.
Solo uno llega a la montaña fértil.
Tras el monzón el parto es dócil.
Eko es una dama en la espesura.
Su cría nació albina.
Juntas cruzamos por primera vez el río,
sabemos mantenernos cerca de la familia
y buscamos remanso en la arquitectura
de nuestras madres.
Al otro lado del río los felinos son legado
y la vida precaria.
Encontramos el cuerpo inánime de un elefante.
Eko llora toda su memoria.
Dejo la cama,
me hundo en la llama acuática de
ayer,
claro
en la frente.
El libro de las dudas
Creo en Dios omnívoro como en campos intemporales
de horas sin sueño, arremolinándose en mi alma
que
se arrastra.
Creo en Él desde niña
cuando buscaba en los ríos del viento
y su soplo apagaba las velas mientras le hablaba
en el vacío punzante, catecismo en mano,
para no extraviarle.
Soy animal de rituales,
guardo en un cofre la infancia;
su playa,
reloj de arena sin equilibrio;
mi voluntad de creer en este universo que se desploma
cuando Dios tiembla
y concluyo que los campos sin tiempo
son campos de hastío.
Oruga negra
I
La abuela Carmen teme a las orugas negras.
Por culpa de una, ha vivido
con la piel rasante en el pecho.
Un día determinó
y habló con toda la boca,
no permitió interrupciones
y disparó un silencio como ráfagas de viento:
−Tengo cáncer en el seno izquierdo.
Me tragará la selva.
Lejos del mar sabrán de mí
por las postales y cartas desde otros mundos.
II
Elena del Carmen, como todos los que he sido,
vive en mi ropero.
Tres cajas de zapatos guardan
sus andanzas por la tierra:
tarjetas postales de ciudades que no imagino,
billetes de otros países y tiempos,
cien fotografías,
la oruga negra
tejiendo.
Desvelar a las muñecas y a las santas
Qué necesidad hay…
Y aun así, para celebrar el amor,
el amor ha de destrozarnos primero.
H.D.
Fantaseo con desnudar y acariciar el cuerpo de algunas mujeres de mi familia. Descolocarlas. Provocar en ellas las cicatrices bajo sus mangas de obispo, los quince centímetros de la cesárea, la carne endurecida del perineo agrio después de la episiotomía –porque cuando un hijo corona, y aún no se quiere ser madre, la vagina es un portal inestable entre el ser y la asfixia–. Provocar las señales del amor cuando ha sido demasiado: costuras queloides en todas las vísceras que se tuercen, calientan y aceleran, revientan, después del desencanto. Y, para los rastros más profundos e imprecisos de la vida, esas marcas que nunca sanan de tanto negarles el reconocimiento y perdón de la mirada, sueño con arrancarles el cabello, hacer de mi lengua un martillo sobre sus cabezas, martillar. Expuesto el cerebro como nuez, introducir la pinza de mis dedos índice y pulgar entre los nudos del lóbulo temporal, y levantar el polvo. Sí, una tormenta de arena hasta la aridez de sus reinos y claustros.
Desnuda, sumergida en una tina que sin más se vuelve océano, imagino que mi piel es la suya. Andan mis manos en ella con la ternura del amante devoto de cualquier signo de pureza, hasta identificar las manchas de familia y nombrarlas:
En los tobillos, las venas violáceas de la tía virgen, a quien la uva del pecho se le secó como una pasa de ser tan buena hija. Todos los hombres de la familia la admiran y protegen. Es la madrina de los críos. La quedada.
La semilla parda de la madre santa en mi nuca es una pepita de melanina que pesa como la mirada de su hijo, mi padre. De cargarla en la vida, temo desarrollar una joroba similar a la de la tía, quien al final no quedó tan sola: concibió una muñeca a la que le templó los huesos como espadas.
Justo donde el coxal derecho hace curva y desciende al valle, aprieto el lunar de carne de las mujeres de mi madre. Rebeldes hembras de cadera amplia que bailaron, viajaron y pensaron en ser damas del mundo. Muñecas que guardaron el tweed, la gabardina y los olanes en armarios de caoba, para ajustarse al ritmo regular del corazón con un esposo y algunos hijos. Ellas, las que hablan inglés, las engañadas por un dado falso.
En el seno derecho, reflejo del nombre de la abuela, que es el de mi madre y el mío, la fortuna, recuerdo con la palma de la siniestra al buitre que anidó en el cuadrante superior al cobijo de mi axila. Larva de mariposa negra. Cáncer. Dicen los hombres y las otras mujeres que fue por rencor y ceniza en la boca. Tienen razón. Todos mentimos al amar.
En este indeclinable acto de revelación, considero hincar las uñas con el aburrimiento del amante sobrado de la misma piel, de las lluvias que reblandecen la tierra y de las voces de la santa y la muñeca poseídas por la idea, la más absurda idea, de llegar a ser mujer, como si se hubiese nacido siendo una rana.
Irritar hasta la sangre. En el escándalo rojo repetir el sueño donde dreno todas las herencias; y al amante, sea el padre, el hijo, Dios o un náufrago entre las piernas.
Otoño fincado
Amanecí en un árbol de trépano
para perforar al viento.
Quizás el fuego,
devastar mi bosque,
arrancarme.
¿Qué sería de las aves en mis ramas?
Me quedé con el temblor de la hierba,
en octubre.
*La selección la realizó el poeta Ibán de León