ALICIA GARCÍA
En las últimas décadas, ha habido un aumento significativo en la atención sobre la salud mental, lo que ha permitido visibilizar problemas como la ansiedad, el estrés y la depresión. Sin embargo, es importante analizar cómo el sistema capitalista influye directamente en la generación de estas condiciones. El capitalismo, al estar centrado en la producción, el consumo y la competitividad, tiende a priorizar el rendimiento económico sobre el bienestar humano. Esta presión constante por ser más productivos, trabajar más horas y generar más ingresos puede tener consecuencias devastadoras en la salud mental.
El sistema fomenta una cultura de «éxito» que se mide en términos de estatus, bienes materiales y eficiencia. En esta lógica, el valor de las personas parece estar ligado a su capacidad para generar ganancias, lo que crea un ciclo de agotamiento físico y emocional. Quienes no logran adaptarse a estos estándares muchas veces se ven inmersos en sentimientos de frustración, fracaso y desesperanza.
Además, la precariedad laboral y la falta de acceso a recursos básicos, como la vivienda, la educación y la atención médica, agravan los problemas de salud mental. El capitalismo suele convertir la salud en un privilegio accesible sólo para quienes tienen los medios económicos para costearla, dejando a muchas personas sin el apoyo necesario para sobrellevar situaciones de crisis.
Por otro lado, el auge del consumo como vía de escape emocional puede contribuir a un vacío existencial. La constante búsqueda de satisfacción mediante bienes materiales no sólo refuerza la desigualdad económica, sino que también desvía la atención de las verdaderas causas del malestar psíquico
Para enfrentar esta realidad, es crucial que el debate sobre la salud mental no sólo se centre en el individuo, sino también en las estructuras sociales que perpetúan estas condiciones. Replantear el modelo económico y desarrollar sistemas que prioricen el bienestar colectivo sobre el beneficio económico es fundamental para combatir la crisis de salud mental en la que nos encontramos inmersos.
La solución pasa por una sociedad que valore a las personas no por lo que producen, sino por quienes son y donde la atención a la salud mental sea accesible, equitativa y de calidad para todos. Las empresas han comenzado a abordar la salud mental de manera superficial, utilizándola como una estrategia para aparentar preocupación por sus empleados.
A través de campañas que promueven la salud mental y eslóganes como «sonríe más para ser más productivo», se desvirtúa la verdadera profundidad del problema. Pocas veces se reconoce que la violencia sistémica empieza mucho antes, como en algo tan cotidiano como el transporte público, donde las personas enfrentan condiciones de estrés, aglomeración y maltrato. Hablar de salud mental no puede limitarse a sonreír y mantener una buena actitud; es fundamental hablar de las raíces estructurales de la violencia, de la conciencia de clase y de la urgente necesidad de mejores condiciones laborales. Sin poner estos temas sobre la mesa es imposible aspirar a tener trabajadores «felices», como se espera en muchos entornos corporativos.
La conversación sobre salud mental debe incluir la exigencia de condiciones dignas de trabajo, vivienda y acceso a la salud para todos, no sólo para sectores privilegiados. Sonreír no es suficiente si no se garantiza un entorno donde las personas puedan vivir y trabajar en condiciones justas y equitativas.