
Por Karen Salazar Mar
Para leer cualquier género se necesita una disposición distinta, supongo que se hace consciente conforme van pasando las lecturas, pero no te pones los mismos lentes de lectora para narrativa, poesía o teatro. Leer teatro necesita una disposición muy distinta, la de un espectador físico que se coloca en una butaca roja y pone la vista frente al telón, pero un poco con ojos de voyerista porque no sólo está ahí observando a los actores, sino que, además, puedes ver la maquinaria que hay detrás de las pesadas cortinas del escenario.
No voy a mentir, no soy una asidua lectora de teatro, prefiero quedarme con las representaciones, con el escenario armado y entre más minimalista sea, mejor para mí. Sin embargo, leer ¡Violencia! de Valeria Loera fue para mí un disfrute que no pude cortar hasta que terminé. Al final fue, de algún modo, ver una la obra personalizada para mí, sin cortes ni distracciones.
Mi primer acercamiento con la obra fue el nombre y mis ojos se pusieron como antenas parabólicas porque, desconociendo el hilo conductual del texto, mis pensamientos se dejaron ir a las posibilidades de la urdimbre. Recuerdo que pensé: “changos, cómo voy a abordar el tema sin caer en el amarillismo ni tampoco en la minimización del tema”. Sin embargo, conforme avancé en las primeras páginas —qué conformaban la hoja legal, el proceso editorial y el nombre de la autora— topé con el epígrafe, cuya traducción sería más o menos “Entonces, ¿cómo podemos enfrentar mil violines? / ¿Y cómo empezamos siquiera a comenzar?”.
Sin contexto previo todavía los versos fueron una y otra vez de la habitación a la ducha, de la ducha al camino a la oficina, de la oficina con la terapeuta y así, otra vez me quedé con una primera impresión que duró horas y que no sabía por qué me habían causado tanta vorágine —y que, bueno, de alguna manera lo sabía, pero no estaba dispuesta a llevar el tema a discusión conmigo misma. Porque, claro, cómo se empieza siquiera a comenzar.
Luego, una vez que toqué base en la comodidad de mi sillón y acompañada de mi gata, me preparé un café y prendí un cigarrillo. “Ahora sí vamos a ver de qué trata esto”, me dije en voz alta y esto fue motivo de reírme de mí misma cuando me sentí identificada —y aclaro, al inicio de la obra— con Violencia, la protagonista de esta historia.
Para comenzar en la atmósfera de la obra había un reloj en forma de gato negro que daba el tic-tac, y me sorprendí viendo alrededor de mí en todas aquellas figuras y adornos y accesorios de felinos que tengo en mi propia casa. Luego aparece Violencia, mujer de 30 años, abandonada, en calzones, a media luz y con los calcetines sin combinar en par, “por suerte mis calcetas sí hacen juego”, pensé y sonreí por la ironía de las circunstancias.
Violencia aparece y desde el inicio me di cuenta de que no era una obra teatral cualquiera, Valeria Loera —la autora— guiñaba el ojo conforme bajaba los ojos a las notas a pie de página, que debo decir han sido mis pies de página favoritos en mucho tiempo. Todo se desarrolla en una casa habitación pequeña, cerrada, con la madrugada y entre un encuentro de Valeria con sus propios fantasmas, o desdoblamientos.
“Es muy fácil volverse loca cuando una vive sola”, pensé de nueva cuenta, pero conforme avancé el libro me di cuenta de que no es un “volverse loca” es un simple diálogo con las distintas voces que corren en nuestra en cabeza y que parecería que son tan distintas entre ellas.
Sin embargo, más allá de mi personal experiencia estética, que vaya que estuvo llena de múltiples sensaciones —desde la carcajada genuina, el asco y la tristeza misma, por ejemplo—, debo decir que la ironía y la crítica son constantes, las alegorías son muy claras: la basura interna, los miedos en el clóset, las necesidades del cuerpo en todos los sentidos y la propia voz que se ve diluida entre todo lo anterior, la ansiedad, por ejemplo, el sobrepensar y anularse al mismo tiempo, el abandono y el abandonarse a sí misma —que podría ser el peor de todos.
Hablo del libro y de Violencia como un ser que es tan tangible que podría ser yo o cualquier persona de nuestra edad que lidia con la vida misma, con los secretos que se guardan junto al polvo debajo de la cama y con la muerte simbólica —y no— que habita en nuestros refrigeradores, que también están habitados más por restos que por comida real.
Pese a la melancolía y lo absurdo que cohabitan entre las páginas de este libro, hay una consciencia constante que te murmura al oído, ¿cómo no identificarte con Violencia cuando todos hemos nacido contra todo pronóstico y hemos sobrevivido, pese a que a veces no quedan ganas ni de cambiarse los calzones del jueves, aunque ya sea domingo? Los miedos y preferir no morir por la absurda situación de que encuentren nuestro cuerpo en situaciones que nos lleven al ridículo postmortem.
Probablemente mi invitación más genuina es la de decirles que realmente disfruté de inicio a fin y —como dice Valeria— no se dejen llevar por el título de la obra, va mucho más allá, va a los bullicios internos y qué mejor si vienen acompañados de la acidez de burlarlos de nuestras propias tragedias. No puedo hacer una invitación más sincera que la de decirles que Violencia es un libro increíble que, incluso, me dejó más ganas de leer teatro por las ganas de seguir siendo voyerista, por seguir descubriéndome en los personajes que otra persona inventó sin conocerme y con la que me identifiqué tanto, la invitación de que conozcan a Violencia y a sus desdoblamientos, a los abusos y el fetiche de enamorarse de lo que sólo un muñeco inflable puede decirnos porque, al final de cuentas, nos ama justo de la manera en que necesitamos ser amados, porque las relaciones con nuestros padres son conflictivos porque olvidamos que son personas acompañando el crecimiento de otras personas y porque, cualquiera de nosotras, podría olvidar que dejamos un pendiente peligroso acechando un cigarrillo prendido.
Les invito a leer el libro porque —del mismo modo que Valeria— yo también dedico esto a Violencia, aunque ella no crea en sí misma.
Valeria Loera, ¡Violencia!, FCE, México, 2021.