Adriana Jaime Mier
¡Y habrás de recordar! Esa es la herencia
que te da mi dolor, que nada ensalma.
¡Seré cumbre de luz en tu existencia,
y un reproche inefable en tu conciencia
y una estela inmortal dentro de tu alma!
Amado Nervo
Después de mucho escribir, pensar, borrar y reescribir esta breve reseña, decido comenzar citando una estrofa de un poema de Amado Nervo que, a pesar de que el mismo tiene tintes de desamor, lo creo idóneo en este momento. Estos cinco versos vinieron a mi mente al terminar mi lectura y describen, en gran medida, lo que me dejó Memorias de un basilisco: inmortalidad.
Todos, me atrevo a afirmar, soñamos alguna vez con ser inmortales. Tal vez sea el ego lo que nos mueve o la necesidad de sentir que lo que hacemos, lo que creamos, tendrá un fin más allá de la muerte, algo que valdrá la pena a pesar del deterioro que el tiempo otorga, silencioso, a nuestro nombre.
Pero, a pesar de que la inmortalidad es buscada por muchos y temida por algunos, son muy pocas personas en el mundo las que tienen el privilegio de lograrla y tal es el caso de Don Guillén de Lombardo, El Basilisco que, fiel a sus ideales, marcó las bases para la independencia casi doscientos años antes de que la olla hirviera.
Memorias de un basilisco, de Gonzalo Lizardo, llegó a mí gracias a la invitación de un buen amigo literario y gracias, también, a las manos de un talentoso escritor zacatecano que confió su arduo trabajo de investigación y de creación literaria a una mujer que es lectora por amor y por herencia.
Esta es una obra ambiciosa. No sólo porque desentraña la vida de un personaje que forma parte de la historia de México. Sino también por cómo está escrita. A lo largo de 644 páginas, Lizardo nos regala una novela histórica donde el ritmo deja sin aire al que se sumerge en sus palabras. Alternando distintas voces, tiempos y escenarios, el autor nos sube a una máquina del tiempo y nos lleva hasta 1659 en la capital de la Nueva España para presenciar la mirada de miles de personas que, expectantes, atestiguan el auto de fe de una leyenda, un mago, un pirata, un conspirador, un poeta. Todos ellos, la misma persona: el irlandés Guillén de Lombardo, El Basilisco. A partir de entonces, ya no hay vuelta atrás, sólo para regresar los párrafos y volver a leer lo que hasta hace unos minutos nuestros ojos y mente han procesado por el simple placer de disfrutarlo nuevamente. De capítulo en capítulo brincamos a la cárcel donde Guillén plasmaría sus últimas palabras, ayudado de Jezabel, guardiana de sus memorias.
Nos trasladamos a Italia, Alemania, Francia, España y vemos cómo el Basilisco forja sus ideales y lucha por ellos, a pesar de que las cartas no siempre estén a su favor. Conocemos también la historia de Inés y Sebastián Carrillo, dos hermanos dueños del Mesón de los Carriones y pieza clave en esta historia y en la vida del Basilisco, mismos que buscan reivindicar el nombre de este último en una travesía donde la sombra enemiga siempre está al acecho.
Lizardo rescata al personaje, reclama su historia y le da luz después de años de misticismo y recelo histórico a través de una obra que contiene un mar de referencias y la invitación para indagar sobre ellas. El libro, como buena novela histórica, da hambre de saber más.
Es así como la palabra inmortalidad es el inicio de esta intervención y cierre a la misma, porque con Memorias de un basilisco la inmortalidad no sólo se reafirma para Don Guillén de Lombardo, sino también para la voz que le dio vida nuevamente siglos después: para Gonzalo Lizardo.
Que ambas voces perduren en el tiempo y nos sigan llenando de horas donde sus palabras son las compañeras ideales para aprender, imaginar y soñar. Y, como me es costumbre, cierro con palabras del Basilisco y de Lizardo: “¡Oh, lector invisible, que en otro siglo seréis de mi pluma testigo y de mi derrota láudano! Si hurtado habéis al olvido estas memorias mías y en lúcido ensueño me habéis hasta aquí leído, no condenéis mis silogismos, labrados por la sal de mis lágrimas y el fuego de mi suplicio”.