Por: Óscar Édgar López
Qué ángeles persiguen los ojos del ahorcado, qué nubes de sangre se desploman sobre el espectador del cadáver. El dolor de la vida se aviva en el vivo, el dulzor de la muerte es secreto bien guardado de quien fenece. Alguien que se llama “H”, en esta columna, narraba con amarga ira la desgarradora experiencia de haber encontrado a su padre suspendido del techo, la soga tensa y el cuerpo aferrado por el cuello, rígido ya, como una de esas reses colgadas del gancho en la carnicería. “N” era alegre, demasiado amigable, su mamá le llamó a comer, él no respondía y ella subió para reprender su indiferencia. Se trataba de su platillo favorito y además partirían el pastel, era su cumpleaños dieciséis; “N” tenía los ojos casi por fuera, igual que su lengua, mamá cortó la soga de la que pendía, le habló con ternura y cantó para él las más dolorosas “mañanitas” al tiempo que peinaba su rizada cabellera de querubín. “V” halló el cuerpo de su esposo en el suelo, él usó su cinturón para iniciar el sueño eterno, era divertido, un profesor de párvulos que aún ahora lo recuerdan con admiración; cuando ella abrió la puerta el pastor inglés lanzó un agudo aullido, una sonata mortuoria para su dueño.
Todos llevamos un rosario de difuntos, un cofre de lamentables sucesos, todos brindamos con vasos de lágrimas por nuestros queridos amigos idos, nuestros amados parientes en el viento, hechos polvo, hechos puro aroma de festiva muerte. El suicida se muestra bravo y más aún: digno, pues no cabe más entereza en su determinación, más fuerza en su arrojo y más amor en la vida que al hacerla suya por entero, bebiéndola toda, quemándola hasta las cenizas y no en una larga y agobiante vida de rodillas sobre las espinas, como hacemos la mayoría.
La pintura “El ahorcado” de Naomi Lisbeth Torres nos enfrenta con un terrible suicida, nos obliga a mirarlo porque su gesto es desgarrador y convulsa su herida de la que brota rauda una sangre que salpica nuestro mirar sorprendido. Su cara estalla y casi se desprende del cuerpo, la soga tiesa confirma su proceder. El color azul del fondo golpea nuestros ojos, que llenos de furia ven cobrar vida a ese muerto. La obra de Torres es de una energía sorprendente, notamos un lenguaje propio ganado a pulso, arte ambivalente en el que percibimos la fuerza de una tradición: la pintura expresionista, surrealista y Dada, así como el tesón de un estilo conquistado. Las alucinantes y crudas imágenes de Torres atraen de una manera poderosa, su abyecto hipnotismo, su sardónica lujuria, su pervertido exotismo, sin duda Naomi Lisbeth Torres es una artista a la que hay que seguir con atención para no perder de vista su hermosamente grotesca propuesta.
“El ahorcado”, acrílico y tinta sobre cartón, 35 x 30 cm, 2020, colección particular.