
Ceramic tiles vintage patterns. Vector spanish style architecture blue set. Color mosaic arabesque style illustration
Por Kassandra Mireles
Soy mujer del semidesierto, pueblerina, ranchera o como quieran llamarme. Nací al norte del estado de Zacatecas, en la ciudad de las tres mentiras: porque ni es ciudad, ni es río, ni es grande, pero durante todos los fines de semana de mi niñez y adolescencia hacíamos una pequeña maleta con dos cambios, mi mamá, mi hermano y yo, y nos subíamos a un camión aterrado rumbo al rancho de mis abuelos que yacía más allá del norte, donde es más seco, más desolador y más caliente. Fui muy feliz sintiendo el viento golpear mi rostro, al borde de la ventana, contando mezquites y asombrándome de las formas humanoides que tomaban los cactus órganos y el sol siempre tostaba mi carita infantil. A la ribera del río Aguanaval se abrían las pocas casas de El Ancón. Recibí muchos regaños de mi madre, “te vas a poner más prieta”, “ya no andes con la pata de perro en la tierra”, aunque nunca entendí qué tenía de malo. Además de esas pequeñas escapadas cada cinco días, nunca fui una viajera.
Crecí entre dos realidades: la de mi municipio y la del pequeño rancho donde vivían mis abuelos. Cuando me mudé a Zacatecas capital para iniciar mis estudios universitarios, todo era nuevo para mí. Estaba en la ciudad. Aunque todos los locales se empeñaban en decir que era un rancho, un pueblo y que yo parecía de la India. Sólo pensaba que no sabían a qué se referían porque Zacatecas no se parecía en nada a El Ancón, o a Río Grande y que el color moreno característico de los que poblamos el norte de Zacatecas y mis ojos almendrados confundían a la gente. Las dos realidades se convirtieron en tres y las desigualdades entre los entornos me confundían.
La primera vez que conocí la CDMX tenía dieciocho años, iba a un nacional de baloncesto. Recuerdo que mi primera impresión fue que las personas no se fijaban en mí ni en nadie más al caminar, vi una pareja gótica que no causaba revuelo alrededor por su estilo ni eran aparador de miradas. En mi rancho, eso sería inimaginable. “Qué hermoso”, pensé, andar con la libertad de saber que no serás juzgada y que, ante un millar de personas quien va a tu lado, sólo tiene ojos para ti (cliché, lo sé, era una adolescente).
Esta ocasión quise poner más atención a cada detalle. Surrealista, creo que es la palabra correcta para describir el monstruo de concreto, maquillado de grafitis y perfumado con smog (a veces con perfume olor a mierda). El cielo no llevaba su abrigo azul claro, ni la noche se coronaba con su eterna penumbra. La ciudad se vestía de tonos grisáceos. Siempre presumía el esplendor de los cielos del rancho de la abuela y lo comparaba ante las otras realidades, ésta era más distinta aún, usaba prendas percudidas, olía terrible y su maquillaje no era nada común.
Me subí a una pecera, a un Metrobús y al tren ligero. Conocí la Basílica, compré un vestido en Cuidado con el Perro, vi tenis en las tiendas Nike y Adidas, compré un helado en Macdonald’s, subí a mis historias de Instagram un video del Zócalo y la enorme bandera tricolor bailando con una cumbia, escuché los insultos de los taxistas en el famoso acento chilango y me reí. Comí pambazos, quesadillas (las famosas quesadillas, que pedí con queso) y tacos (esperaba más o comí en el lugar equivocado), vi a Flor Amago cantando en el metro y casi me caigo en el vagón (donde otra chica iba con un pie apoyado en el suelo y otro en el aire, comiendo helado y sosteniendo su celular en una mano). Bueno, eso y más hice, pero conocer Xochimilco y sentarme en la trajinera mientras tocaba el agua con mi mano provocó algo en mí que vale la pena contar.
Cuando llegué a la alcaldía, luego de un largo viaje en tren ligero (donde me empujaron en las puertas y alguien me dio una cachetada, ja, ja), no pude evitar comparar sus calles, casas y colores con los de Río Grande. El calor era asolador y mi mente se echaba a volar con la nueva aventura. Al estar en los embarcaderos, lo primero que pude notar era el agua verdosa y nada transparente, las leyendas decían que si caías al agua ya no podías salir: el canal estaba repleto de raíces que te atrapaban con sus garras de bruja y de dónde nunca volvías. Subimos a la trajinera, alrededor se asomaban casas de buen ver y otras que demostraban pobreza, sentadas en las chinampas. La alcaldía también estaba maquillada con grafitis.
Imaginé vivir allí, salir de casa para ir a la escuela temprano y subirme a una pequeña lancha para cruzar el canal. No recuerdo el nombre del que nos dio el recorrido y remaba la trajinera con un tronco enorme. Me dieron la oportunidad de remar, es un tronco de entre dos a tres metros de largo y unos veinte centímetros de diámetro. Él lo sumergía hasta el fondo, dejaba que saliera flotando mientras lo iba tomando con las manos y se volvía a repetir lo mismo una y otra vez, me explicó. En la trajinera éramos dieciséis personas. Fue demasiado difícil y fallé, la CDMX quería que me cayera en el agua o el metro, pero no lo logró y me di cuenta que la labor del remero era sumamente difícil.
El fuereño desmintió la leyenda de que, si caes al canal, te espera una muerte fulminante, ninguna garra de bruja te atrapa. Me dijo que los que son oriundos del lugar enseñan a sus hijos a nadar desde los cinco años y los remeros les enseñan a ser remeros y heredan el mismo destino, algunos no tienen la opción de elegir, me dije a mí misma.
La CDMX era, en la época prehispánica, un enorme lago donde se asentaba la ciudad. Dibujé la cara de los españoles cuando vieran aquello por primera vez, la enorme belleza del señorío mexica levantándose en su magnificencia. Claro que desearon conquistar aquellas tierras y ser dueñas de ellas: su riqueza era indudable.
Me transformé, ya no era un azulejo del semidesierto, sino una extraña mujer en el pasado, hace un par de siglos arriba de una montaña contemplando Tenochtitlan. Me sentí un poco triste, aquello sólo podía tener cabida en un espacio de mi mente, imágenes creadas artificialmente o dibujos de aquellos que sí pudieron observarla hace quinientos años para ser exacta. En el virreinato el imperio sembrado en el lago fue desecado para darle paso a lo que hoy conocemos como la CDMX, sus torres y edificios. No desdeño su belleza y encanto, pero, ¿quién podría imaginarse que la urbe en la que ahora huele a mierda antes era una población prácticamente flotando en el agua?
Una realidad, dos realidades, tres realidades, cuatro realidades y muchas más habrá. Este viaje me hizo ir al pasado y al futuro. Pensar en el horrible calor y la crisis de calentamiento global que nos asola, el olor a mierda, el smog, los colores grises al mirar hacia arriba, el agua llena de aceite de Xochimilco. Las diferencias sociales, económicas y culturales del monstruo y mis otras casas: allá lejos en el norte del semidesierto. La sequía de mi tierra. Fui un azulejo del semidesierto en la ciudad surrealista y claro que me tomé una foto en Xochimilco para el feed de mi Insta.