IBÁN DE LEÓN
En el poema “El niño en la playa”, de su libro El oscuro esplendor, dice Eliseo Diego:
Y luego viene
la desierta penumbra de las costas
a ser donde tú estabas.
Mientras vamos
de regreso a la noche, ¿qué me queda
ahora de ti?1
Estos versos del cubano se hicieron presentes mientras leía por primera vez La edad terrible, de Enna Osorio, porque, pienso ahora, la poesía es vaso comunicante, extensión de emociones, costura de la ropa que a diario nos protege. El fragmento bien podría sumarse a los epígrafes del volumen de Enna. Se trata de temas universales (el mar y la infancia), por supuesto, pero también de retratos íntimos, que atañen a la experiencia vital de cada individuo. En ese sentido, La edad terrible es un poemario de voz madura, con un universo propio. Está hecho de la materia con que se hacen los buenos libros: tiempo. Se aprecia en él un meticuloso trabajo de horas sobre la página y, a la par, una larga meditación frente al poema.
El mar como principio, cuna, punto de partida para hojear y mostrarnos un álbum fotográfico en el que habitan la madre y el padre, un hermano, abuelos, tías, primas. Aclara Enna: “En la hondura del mar la historia oscila,/ rompe el circuito de las genealogías,/ concede un recinto a los trazos de mi memoria”.2 La poeta reabre antiguas heridas, pero también, por qué no decirlo, momentos de descubrimiento y asombro mientras viaja hacia la infancia. Al fondo de la evocación, un ropero, elemento central del libro, playa que guarda el linaje porque “[l]o que aquí se oculta/ fue encerrado mucho antes de mí:/ ofrenda de huesos labrados”.3 La elección de este mueble me parece precisa. En cuanto digo ropero estoy pensando ya en un objeto antiguo vinculado con la familia y sus historias particulares, en una época lejana hecha de penumbras y ecos, de casonas edificadas sobre cimientos de piedra cuyos aromas son el rincón perpetuo de la niñez. En el armario (que aquí funciona como sinónimo de ropero), señala Gaston Bachelard, “vive un centro de orden que protege a toda la casa contra un desorden sin límites. Allí reina el orden o más bien, allí el orden es un reino. El orden no es simplemente geométrico. El orden se acuerda allí de la historia de la familia”.4 Para comprobar esto, bastará con volver a los versos del poema que abre el libro de Osorio, titulado “Cueva de artificios”:
En el ropero
alfileres y piedras encallan.
Los ajuares santos,
las telas de fiesta, la ropa de diario,
se arrugan, ganan peso,
terminan rasgados como el abrigo de luto.5
El ropero es, entonces, el sitio elegido para esconder la memoria familiar, para darle orden en ese universo caótico que pueden ser los recuerdos.
Si por un lado el ropero dispone, acomoda la historia del linaje, por otro, el cofre, inquilino de ese mismo ropero, contiene de algún modo el diario individual, la niñez de la voz de los poemas. Para ponerlo de nuevo en palabras de Gaston Bachelard: “En el cofrecillo se encuentran las cosas inolvidables, inolvidables para nosotros y también para aquellos a quienes legaremos nuestros tesoros”.6 Así, el espacio íntimo va más allá de la mirada como consecuencia de objetos cerrados que reducen sus dimensiones. Enna lo declara en un par de versos: “Soy animal de rituales,/ guardo en un cofre la infancia […]”.7De esta forma nosotros, lectores, accedemos a ese universo cerrado que, ciertamente, compartimos con la poeta: la infancia con sus primeros pasos, sus días de sol, sus días nublados. Las relaciones con el otro: la dulzura y el abrazo cálido de la madre; el lazo fraterno, protector, compartido con el hermano; cierta distancia física y emocional con la figura del padre, etc. El laberinto de las experiencias vitales dispuestas cuidadosamente, seleccionadas de forma puntual para hablar de lo bello y terrible de la niñez, sus cicatrices.
Hasta aquí he dado un pequeño rodeo para plantear la pregunta que surgió desde que supe del libro: ¿qué es la edad terrible?, o, mejor, ¿cuál es la edad terrible? El título resulta inquietante, a mí en lo personal me causó extrañeza. Podría concluir que la edad terrible es la infancia, con sus duelos y sus grietas, que mira abiertamente la realidad del paisaje que la rodea. Pero, hacia la tercera lectura del poemario, comprendí que no. Creo que no. Aventuraré, entonces, una respuesta, haciendo uso de mi derecho como lector, y atendiendo a la premisa de que la poesía es fuente inagotable de interpretaciones.
Los niños son poetas, y viceversa, los poetas son niños. La infancia es bastión contra la rigidez de lo adulto. El niño ve el mundo por primera vez, su mirada de asombro está descubriendo siempre. Es capaz de notar la belleza en sitios que nosotros ya no percibimos, la sencillez de lo cotidiano en una jornada que va muy de prisa y tiene demasiados pendientes por cumplir. Contempla lo elemental con ojos nuevos: un árbol, una piedra, la hierba que nació en las grietas de una pared. Son los ojos del poeta. Los ojos del poeta son los ojos de un niño. Un poeta es un niño que se ha resistido a dejar de serlo. Por esta razón encuentra la poesía donde otros no ven absolutamente nada, incluso en el dolor que a todos nos sacude de distintas maneras. Este hecho, el niño que resiste y el mundo adulto que busca imponerse, se percibe en algunos textos del libro. Por ejemplo, en “Argumentos para mudar de piel”:
Carlos amparó lagartijas,
arañas con seis patas
y cuanto perro hambriento se encontraba.
Sería investigador de animales
y coleccionista de insectos, dijo.
Papá le propuso ser un hombre de negocios.8
También podemos notarlo, quizá de forma más directa, en el poema “El uniforme”. Leemos en él: “Incluso en sábados y domingos, el uniforme desde mi armario estandariza gestos, ensordece cualquier vuelo […]”.9
La edad terrible, intuyo, mora en el adulto que lleva una vida rutinaria, en la que caben la angustia y la culpa, el rencor y los fracasos, que ha abandonado al niño que fue, que ya no se detiene a observar esos pequeños milagros que a diario ocurren, como la lluvia o los pájaros. Lo cual probablemente esté relacionado con la carne que envejece y se deteriora, el cuerpo que enferma. No lo sé. Mientras tanto, me detengo aquí y agradezco a Enna por el obsequio de su libro, por recordarme el asombro de estar vivo, por decirme que en cualquier espacio donde un niño ponga la mirada, sin importar su edad, habita la poesía.
Referencias_________________________________
1Eliseo Diego, Obra poética, DGE Ediciones-FCE, México, 2003, p. 136.
2Enna Osorio Montejo, La edad terrible, UAS, Culiacán, 2024, p. 80.
3Ibid., p. 31.
4Gaston Bachelard, La poética del espacio, FCE, México, 2012, p. 112.
5Enna Osorio Montejo, La edad terrible, op. cit., p. 11.
6Gaston Bachelard, La poética del espacio, op. cit., p. 118.
7Enna Osorio Montejo, La edad terrible, op. cit., p. 24.
8Ibid., p. 22.
9Ibid., p. 26.