Por: Tania Mares
Puedo asegurarlo como un hecho natural y lógico: ella y yo somos almas gemelas. Fue claro desde el inicio, ese primer día cuando, al conocernos, los adultos nombraron lo que vieron como una “amistad profunda” y buscaron confundir nuestras miradas y caricias como las propias de una hermandad. Las risas, la cercanía, los sucesos más simples exhalaban amor, eso era obvio y durante mucho tiempo el sentimiento bastó sin nombre porque era el resultado nomotético de nuestra existencia. Sin etiqueta alguna, sólo nosotras, crecimos sabiendo lo que todos se negaban a aceptar y fuimos felices, al menos durante un tiempo.
Ella y yo somos almas gemelas, lo sé y ella lo sabe. Desafortunadamente, lo saben también nuestros padres y familiares quienes lo niegan porque les asusta que haya algo tan verdadero como lo nuestro. ¿No me crees? Tengo la prueba fehaciente de que deberíamos estar juntas: lo vi con mis propios ojos cuando siendo una niña, terminé perdida en la casa de la abuela Lola (la madre de mi madre) y me asomé por el cuarto sellado. Lo llamábamos así pues antes se entraba por la habitación principal, pero durante la remodelación se dispuso poner la entrada por el pasillo, como todos los demás cuartos. Es decir que esa puerta no llevaba a ningún lado.
Provenientes de esa entrada inútil escuché ruidos, gente que suspiraba, y en mi curiosidad terminé asomándome con la confianza de encontrar la pared de ladrillos que clausuró definitivamente ese camino. Sin embargo, en su lugar, vi una habitación amarilla y en la cama estaba yo sobre ella riendo y besándola con la pasión propia de los amantes. Por un segundo, mi mirada se encontró con la suya, la de una niña confundida de seis y una adulta quien ha sido sorprendida. Era ella, con su lunar sobre la ceja, y era yo, con mi cicatriz en la mano, y puedo jurarlo porque desde ese momento supe que nuestro destino era estar juntas, aunque me lo hayan arrancado de las manos.
Mi abuela me lo dijo ese día, cuando me halló asustada sobre esa puerta cerrada: “no te asomes ahí, querida. Esa puerta muestra siempre otra dimensión”. Yo caí en cuenta de que era cierto porque yo no era tan mayor y ella no era rubia, pero nada de eso importaba pues estaba condenada (mientras existiera una yo y existiera una ella) a adorarla sin importar el tiempo, el lugar, el espacio y la dimensión. ¡Cómo nos amábamos! Y lo saben, pese a que lo nieguen, era algo tan obvio como nuestras manos que escapaban a veces y terminaban en el cuerpo de la otra.
Pero pasó, siempre pasa con aquellos fanáticos de lo utilitario, que la sociedad no acepta la felicidad estéril de dos personas y aunque a nadie debían interesarle nuestros actos, fuimos sometidas a un juicio social, moral y familiar sin razón alguna. Acusadas, aplastadas y obligadas a retroceder, la enviaron lejos de mí y la forzaron a conocer a alguien más para amar.
Ahora pido… No, ¡exijo! El último vestigio de nuestro amor. Ahora que ella se ha marchado y sus cartas escasean, ahora que yo misma he decidido continuar mi vida con alguien más. Ahora que mis deseos atraviesan un camino más largo porque deben evadir el cuerpo del hombre que se posa sobre el suyo, exijo como única herencia la entrega de esa vieja puerta para empotrarla en mi hogar y que, noche a noche, escuche cómo se escapan los suspiros de una Nadia y una Alondra quienes debimos ser nosotras.
***
A esa habitación de invitados, la de la derecha, suelo escapar con Nadia. Ella toma mi mano, me sonríe y corremos juntas lejos de los ojos de todos, de su morbo, de su prejuicio. Ahí donde hemos sido descubiertas un par de veces por mi abuela, la dueña de la casa, y su desaprobación fingida, recorremos nuestros cuerpos y hablamos de la absurda arquitectura que nos permite este lugar secreto para ella y para mí. Contrario a lo que la lógica dicta en el mundo, ella y yo debemos estar juntas, así funciona también la lógica oculta de la puerta de entrada a este espacio que nos obliga a pasar por el dormitorio de mi abuela para poder ingresar a ella.
Una vez dentro, completamente solas, somos nosotras finalmente: son cuatro paredes las que, lejos de contenernos, nos han liberado y a nuestro amor. Sólo ella y yo… o al menos así lo pensé hasta ese día, cuando al levantar la vista me encontré a mi yo de seis años y a mi amada mirándose con sorpresa.
—Cierra —me dije.
Y ella/yo lo hice con tanta fuerza como me lo permitió la edad, antes de tomar de nuevo el rostro de Nadia entre mis manos.
—Ahí… —comenzó con un dulce tartamudeo.
Sonreí encantada de ver sus grandes ojos mirarme tratando de que le confirmara su visión.
—Sí, también lo vi —concedí. Luego aproveché para darle un consejo—. No te asomes ahí, querida. Esa puerta muestra siempre otra dimensión.
Y la besé para convertirme de nuevo en la única mujer en su cabeza.