CITLALY AGUILAR
Se dice que todas las disciplinas artísticas tienen colindancias, que, por ejemplo, la literatura y la pintura tienen cualidades parecidas para contar historias. No obstante, no siempre son evidentes dichas funciones. Y eso es lo interesante. Como escritora de no-ficción no me puedo dar el lujo de desconectarme de la realidad, por el contrario, el lazo que me une con el entorno y la introspección tiende a ser cada vez más grueso y fuerte; en ese sentido, me resulta difícil apreciar arte vanguardista que ofrece panoramas a veces insulsos e incluso abyectos, casi inorgánicos.
Por eso es que la obra de Juan Carlos Villegas siempre me ha parecido fascinante, no sólo porque el dominio de diversas técnicas es evidente, sino porque sus piezas son narraciones visuales, con fuertes componentes metafóricos y alegóricos, de relatos con una fuerte carga emocional que suprimen la écfrasis.
En Caosmos, la más reciente exposición de su autoría, inaugurada el 14 de marzo de este año, en una ciudad enfurecida por diversos conflictos sociales, bajo la cerúlea noche entre las luces del Museo Francisco Goitia, se cuentan dos historias: el caos, representado por diversas abstracciones que recuerdan cortes histológicos con propiedades alcalinotérreas que, reveladas con tinciones de limón, pueden llegar a provocar horror. Y el cosmos, potenciado en elementos esenciales de la vida, como la música y los paisajes yermos, o reducido a lo más elemental en una burbuja.
Ambas historias coexisten, aunque en salas separadas y, pese a que parecieran hablar de dos diferentes mundos, están ligadas por la línea, que considero ya representativa de Villegas; también por el ocre, el terracota, el umbra y otros colores derivados, así como por el tema: la sierra, la estepa y sus personajes.
Sólo en los cuadros de este pintor se describe la tristeza por el anhelo de la felicidad pasada de una manera que pareciera sencilla y que es muy poderosa: con un vestido de fiesta, con una vaca alazana, con una dorada tuba o con una cerca de piedras. Porque en estas imágenes está el oficio del autobiógrafo, es decir, la necesidad de revivirlas y dejarlas fijas en el tiempo y el espacio.
¿De dónde nace esa antaña obstinación humana? ¿Para qué recrear escenas de la propia vida y exponerlas? ¿Por qué compartir algo íntimo? En mi caso, para seguir un instinto de comprensión y sanación. En Villegas, me parece que hay una expresa identidad anclada en el lugar de origen, Potrero de Gallegos, en Valparaíso.
Al igual que el Comala de Juan Rulfo e incluso el Oklahoma de John Steinbeck y el Yoknapatawpha de William Faulkner, los paisajes de Villegas son muestra de una poética del espacio que trasciende y se eleva hasta convertirlos en paraísos perdidos o utopías al alcance de la córnea.
Quienes escribimos nos dedicamos a pintar con palabras rasgos físicos de lugares y personas, a la par de ambientes, emociones y pensamientos… Y muchas veces las palabras no alcanzan para llenar algunos intersticios, de ahí que una de las herramientas retóricas más usadas en literatura sea la imagen, que precisamente consiste en congelar un elemento del texto para enfatizarlo. En eso envidio a los que pintan, pues con líneas, trazos y colores relatan, sin palabras, todo un universo.
Así, el cosmos y el caos se juntan en la obra de Juan Carlos Villegas, como dicen las mitologías que alguna vez lo hicieron, al inicio de los tiempos, como un padre y una madre divinos, para dar comienzo a un cuento, que, cual esfera, es perfecto.
Fotografías: Citlaly Aguilar