FROYLÁN ALFARO
Querido lector, en la prisa cotidiana de nuestros días, el tiempo parece disolverse entre los pendientes y los logros medibles. ¿Cuándo fue la última vez que te detuviste a escuchar el sonido del viento, a mirar las formas que dibujan las nubes, o simplemente a estar sin hacer nada? La idea de vivir sin producir se ha vuelto casi herética en una sociedad donde todo debe tener un propósito, una utilidad.
Byung-Chul Han, en su análisis de la sociedad contemporánea, denuncia esta obsesión por el rendimiento y nos recuerda que vivimos en un tiempo que carece de duración, un tiempo que se fragmenta en instantes que se suman, cada uno con una meta específica: un correo enviado, un informe terminado, un proyecto entregado. Pero, ¿dónde queda la pausa? ¿Dónde queda el silencio, ese que otorga densidad al tiempo y sentido a la vida?
En este mismo sentido, Peter Handke, en su Poema a la duración, nos invita a recuperar esos momentos que la actualidad ha degradado a la categoría de “inútiles”. Habla de experimentar la duración en el acto de soñar, de jugar, de simplemente observar. En un mundo que tiene culto a la productividad, Handke y Han nos incitan a algo subversivo: darle valor a lo aparentemente insignificante.
Imagina, por un momento, el sencillo acto de mirar un atardecer. No para fotografiarlo y compartirlo en redes sociales, no para decir “estuve allí”, sino para decirte a ti mismo: “estoy aquí”. Como se mencionó en la columna anterior. Ese instante, sin producir nada tangible, tiene un valor que excede cualquier métrica económica. En él, se siente el peso del tiempo, no como una carga, sino como una presencia que nos conecta con algo más grande que nosotros mismos.
Han critica cómo hemos perdido esa capacidad de vivir en el tiempo por el tiempo mismo. En su lugar, hemos adoptado un ritmo vertiginoso que se precipita acumulando instantes, pero vaciándolos de sentido. Todo corre a prisa, como él señala, porque hemos olvidado cómo aferrarnos a la duración. La introspección, el descanso y la contemplación son vistos como actos improductivos, incluso sospechosos. ¿Para qué sirven? ¿Qué producen? Este es uno de los motivos por los que son tan mal vistos los filósofos.
Sin embargo, vivir sin producir no significa vivir sin propósito. Al contrario, se trata de redescubrir propósitos más profundos y menos evidentes. Pues cualquier momento, por más cotidiano o banal que parezca, puede ser un espacio para la contemplación. La vida, en su totalidad, puede ser un poema, puede ser literatura, si tan solo aprendemos a habitarla plenamente.
Aun cuando nuestra obsesión por el rendimiento nos ha robado la capacidad de disfrutar el vacío, debemos de comprender que este vacío no es algo que deba llenarse, sino algo que se debe habitar. ¿Qué pasaría si, en lugar de autoexplotarnos constantemente, nos permitiéramos simplemente estar?
Querido lector, no quiero motivar al ocio inerte, ni a una vida sin metas o aspiraciones, sólo señalar que vivir sin producir constantemente es recuperar la experiencia del tiempo como algo que no nos apura, sino que nos envuelve. Es encontrar la poesía en los momentos más simples y cotidianos, esos que no pueden medirse ni traducirse en cifras. Es, en última instancia, recordar que no somos máquinas, sino seres humanos capaces de experimentar la duración, de dar sentido a lo que parece insignificante.
Así que, ¿por qué no detenernos, aunque sea por un momento, y permitirnos no hacer nada? Tal vez en ese silencio, en esa pausa, descubramos lo que significa realmente vivir. Y tú, querido lector, ¿cuándo fue la última vez que simplemente viviste, sin producir?