OSCAR ROMERO MERCADO
Coloqué sobre mí el elegante pantalón azul marino, la amarillenta camisa blanca, el suéter rojo, los calcetines de elástico desgastado y mis zapatos de charol descarapelados que eran la muestra de una vida de juegos a ras de piso. En la cocina, mi madre apurada por la hora para irme a la escuela, preparaba el manjar matutino, huevos con jamón. Para beber, una fría y espumosa malteada a base de nieve de vainilla. Desayuné a bocados grandes, tan grandes que sentía el amasijo aferrarse a mi garganta, hacerse nudo y bajar lenta y desgarradoramente hasta el punto de ponerme los ojos llorosos. -¡Mastica bien!- Profirió mi madre, mientras pasaba a toda prisa el cepillo por mi cabello y colocaba sobre él unas gotas de limón como sustito de gel. Aquella mañana del 97’ mi yo de 11 años auguraba una jornada normal.
En la escuela, las horas pasaban como siempre, lentas, casi eternas, entre mesabancos de madera para dos alumnos, libros con olor a hule, algunos arrugados, otros rotos; paredes sucias con un envejecido color durazno, olor a polvo y madera vieja de puertas y ventanas. De pronto, algo rompió la monotonía. Carlos regresaba del baño a toda prisa, casi sin aliento. – ¡Allá afuera junto a la valla están los de la Juárez!, dicen que nos esperaran a la salida para darnos en la madre- Todos quedamos en shock, tenían fama de ser los más aguerridos de las escuelas primarias. En ese momento, volteamos a ver a Leo, nuestro Aquiles, ese campeón indiscutible que se había enfrentado a innumerables batallas y siempre había salido victorioso. Templado y con una ligera sonrisa, se paró de su banca y dijo – a la salida todos nos brincamos la valla y nos damos en la madre. Al que no vaya yo mismo me lo chingo-.
Al timbre, salimos corriendo y empezamos a trepar. Como un ejército bien adiestrado, en menos de treinta segundos nos encontrábamos del otro lado, listos para hacer frente. Hasta adelante de todos, Leo. Se posicionaba clamando por aquel que pudiera toparle. Al llamado, acudieron tres, luego cuatro, cinco. Nadie le temía. Comenzaron los empujones, aquellos niños de escasos años jugaban a ser soldados en una guerra sin cuartel. Nadie soltaba el primer golpe. Era una multitud de pequeños con el pecho inflado, cuadrándose, con respiraciones agitadas y bufando para demostrar que nadie tenía miedo. Las tensiones subían entre los cuestionamientos más desgarradores, un -¿qué?- acompañado de un levantamiento de cabeza y con una respuesta física igual con un -¿qué de qué?
En menos de un minuto ya había una multitud rodeando a los combatientes. Esperaban ver el inicio de una batalla de la cuál se hablaría por años. Entre murmullos, chiflidos y gritos, se alentaba a que iniciara el conflicto. Se estaba alargando. De pronto un golpe seco rompió el trance. Sobre la camisa de Leo escurría un líquido rojo carmesí. El arma que lo golpeó había sido un proyectil elaborado con las más toscas frituras bañadas en salsa. A la desesperación del momento, alguien entre la multitud, aprovechándose del anonimato, se había propuesto lanzar su botana que surcó los cielos con el tino de un buen artillero. De pronto estallaron las carcajadas, algunos parecían aullar de la emoción. Lo que había sido un momento de tensión de pronto se convirtió en una fiesta de muecas distorsionadas. Leo se reía con la emoción más pura y sincera de un niño. Abrazó a sus compañeros mientras mantenía la risa que le provocaba dolor de estómago. Ambos bandos dieron por concluida la afrenta. No había nada más que decir, era el momento de irse a casa.
Este tipo de lecturas te hacen retroceder a tu infancia donde todos pasamos por esas aguerridas palabras de » A la salida» la situación más difícil de un niño y hoy su lectura me ha llevado a mi infancia llevando esa adrenalina, olores y sabores de los mejores momentos de mi vida, solo un buen escritor logra llevar al lector a ese estatus. Felicidades!
Felicidades Oscar!!!! Una historia muy original y sobretodo emocionante, que hace recordar la infancia tan bonita que vivimos en esos tiempos. 👍🏻👏👏👏
Que buena narrativa me vi reflejado en el momento me genero tensión, nervios y ya me estaba arremangando la camisa, todos contra la juarez
Excelente cuento primo. Me gustó mucho el estilo narrativo y el tono del mismo. El uso de diálogo corto le da más énfasis al argumento. En cuanto al comentario de la cocinera: «mastica bien» no pude dejar de pensar en mi tía Chuy. El uso de la SINESTECIA como recurso literario fue interesante. Me hizo recordar a un cuento «Los Chicos» de la escritora española Ana María Matute. Gracias por compartir su lindo cuento que me hizo revivir mi infancia allá en Nochistlan. Me gustó mucho el personaje de Leo cuando dijo: «al que no vaya yo mismo me lo chingo.» En verdad muy buen trabajo literario.