Hay hombres que luchan un día y son buenos,
hay hombres que luchan un año y son mejores,
hay quienes luchan muchos años y son muy buenos,
pero los hay quienes lucha todos los domingos,
esos son los chidos.
“El Guacarrock del Santo”
Botellita de Jerez
ENRIQUE GARRIDO
La lucha entre el bien y el mal la libramos todos los días; frente al dilema de pasarnos el rojo en un semáforo, ceder el asiento o darle “me divierte” al video de la desgracia ajena. El examen semanal es importante, confrontar las dos partes, enfrentar ambos bandos en un combate donde dos máscaras de un mismo rostro dirimen sus diferencias. Por ello, es importante asistir a la ceremonia de un templo donde hacemos comunión con seres sin rostro, y no, no me refiero a una iglesia.
Recuerdo que los jueves eran de lucha libre. En la legendaria Arena Toluca, ubicaba en la calle de Constituyentes, cada semana había una cita para presenciar el eterno enfrentamiento entre luz y oscuridad materializados en técnicos y rudos. Dicho templo abrió sus puertas el 31 de octubre de 1968, con un cartel que incluía a Mil Máscaras y Huracán Ramírez enfrentándose a Ángel Blanco y Chino Chow. Lamentablemente, cerró sus puertas el 13 de marzo de 2003, convirtiendo a la lucha libre en Toluca en un espectáculo itinerante, al presentarse en gimnasios o plazas públicas.
La lucha libre en México tiene más de un siglo de historia. En 1860 se realizaban las primeras muestras de lucha grecorromana, no obstante, fue hasta 1933 cuando un visionario Salvador Lutteroth fundó el Consejo Mundial, antes Empresa Mexicana, de Lucha Libre (CMLL); así como abrió la Arena Modelo, hoy México.
Es un referente cultural de nuestro país, muchas veces imitada (perdón, pero es mucho mejor que esa cosa llamada WWE). Las máscaras son verdaderas piezas de arte, y ha cautivado a un público más allá de nuestras fronteras (no podemos negar el impacto de El Santo, el enmascarado de plata). Uno de los principales reclamos que sufre la lucha libre es la ausencia de competencia deportiva.
Sólo en dos lugares mi padre me permitía gritar como un maniático: en la Bombonera y en la Arena Toluca. A diferencia del fútbol, donde se supone hay “competencia” (cómo olvidar aquellos billetazos a Joseph Blatter) y los jugadores se dedican al partido, en la lucha libre la catarsis llega de otra manera. Por tratarse de un espectáculo, su resultado no responde a números, sino a narrativas. Así es, la lucha libre se compone de historias y personajes, no de marcadores.
Cada semana se representa la eterna lucha entre el bien y el mal, con los técnicos como defensores de los valores y los rudos, tramposos y capaces de todo por sus intereses. Se trata de algo tan sencillo, y al mismo tiempo tan profundo, pues se mueve en un terreno más próximo al teatro griego. Vemos la pugna entre lo apolíneo y lo dionisiaco, entre caos y orden, lo bueno y lo malo; asimismo, la interacción que tienen con el público es próxima al coro griego, ya que cumple una función social y catártica. Los luchadores confrontan al público, sacándolo de una pasividad y volviéndolo parte de la narrativa, cumpliendo así el principio de alternancia, donde el coro responde a los actores/personajes y emiten juicios.
Y entonces comprendí que la lucha libre nunca estuvo en los encordados, ni en las máscaras sudadas, sino en ese rincón secreto donde uno mismo decide si hacer trampa o resistir el golpe limpio, incluso el Santo también fue rudo. Quizá por eso seguimos poniéndonos la máscara cada día, para fingir que somos técnicos, aunque por dentro nos habite un rudo. La función no termina, porque el verdadero espectáculo es la teatralidad de sobrevivir bajo los reflectores apagados de lo cotidiano.