A quienes resintieron el brazo de hierro del catrín
ENRIQUE GARRIDO
Para Heráclito no se podía pasar dos veces por el mismo río, lo que a luces apunta a que no conoció la protesta. En el año 68, el Estado ejerció un grado de violencia proporcional al descontento estudiantil y colectivo. México era la sede de los juegos olímpicos, esa clase de evento que sirve para promover una imagen estereotipada y turística de los países y exaltar las administraciones en turno. Así como los mundiales, estas justas internacionales también dejan países y ciudades con grandes deudas como en el caso de Brasil (el mundial de 2014) o Grecia (las olimpiadas de 2004). Aquí, por ese tiempo, se hizo una inversión de alrededor de 150 millones de dólares, que para ese entonces era muchísimo del erario, por lo que debían asegurar que saliera bien; ya saben, como limpiar la casa antes de que lleguen las visitas.
La protesta es un fenómeno social bien visto si se aproxima a su primo bonito: el desfile. Vamos, que sea ordenada, en horarios y calles poco transitables, silenciosa, con carteles creativos, gente limpia, ropa blanca y en ambiente familiar. Así hasta da gusto ser rebelde. Pero, ¿qué sucede cuando atenta contra la imagen de un gobierno?, ¿cuando estorba a un festival o feria?, ¿cuando afea las calles, los monumentos, la estatuaria de ídolos o valores lejanos?
En el 68, México buscaba proyectar modernidad ante el mundo, aunque con un sistema de represión tan conservador como su rostro en el poder. Invariablemente, los Estados usan los discursos de modernidad que les convienen, lo que ya conocemos, el progreso está en las carreteras, telecomunicaciones, trabajo arduo o turismo; no en derechos humanos y laborales o apoyo a la educación pública. ¿Pues qué se creen? Así, con las olimpiadas en puerta, la única manera de frenar este tipo de protestas fue la mano dura.
Hacer una cronología de los acontecimientos de Tlatelolco en este espacio es imposible e innecesario, existen miles de documentos, testimonios, libros, novelas, películas y demás productos culturales como La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska, Los días y los años de Luis Gonzáles de Alba o Parte de guerra de Carlos Monsiváis y Julio Scherer García, entre otros libros; o las películas Rojo Amanecer de Jorge Fons, los documentales El Grito de Leobardo López Arretche y Los rollos perdidos de Gibrán Bazán, materiales disponible en YouTube.
Entonces, si existe mucha información al respecto, si se ha repensado, recreado, valorizado, si algunos de sus protagonistas han llegado al poder, ¿por qué no se avanza?, ¿por qué sus consignas siguen tan vigentes? La marcha del 68 se ha convertido en el viacrucis de la protesta. Cada año parece que se revive aquella aciaga fecha, con los Judas, la traición, la persecución y los mártires; con un Estado que, bajo la justificación del orden, de la seguridad, de la amenaza, reprime y violenta, cuando en realidad busca cuidar su imagen y la de su administración, así, también se vuelven peligrosos aquellos que documenten su accionar; pues la libertad de expresión sólo existe en los reels de turismo gastronómico y el chayoteo descarado.
Parafraseando a Julio Cortázar: todos los fuegos del fuego, pues, todo deviene del mismo lugar, un poder que gobierna desde sus intereses. Lo mismo sucede el 2 de octubre que en Palestina, donde se criminaliza a las víctimas, se habla de terrorismo y amenazas a la paz, se violenta a los medios de comunicación. Varía la magnitud, pero no la motivación, lo que contradice a los analistas de redes que juran que no están relacionados.
Vale la pena preguntarnos qué tanto hemos avanzado realmente en políticas públicas, en derechos humanos o en las condiciones de vida desde aquel 68. Medio siglo después, seguimos bañándonos en el mismo río de la indiferencia. Cambian los nombres, los uniformes, los hashtags, pero no las manos que sostienen el garrote. Seguimos limpiando la casa antes de que lleguen las visitas, poniendo bajo la alfombra las voces que incomodan.