ENRIQUE GARRIDO
Invertir en costureras y sastres es una de mis piedras de Sísifo. Por allá de los 2000, adquirí la costumbre de usar sacos en toda ocasión. Unos dicen que se llama indie sleaze, otros Y2K, para mí es comodidad y portabilidad. El saco es una prenda que cubre en el frío y no da mucho calor, que combina con casi todo, aunque su verdadero valor radica en que tiene muchos bolsillos. Allí guardo chicles, papel, audífonos y armas de batalla; no me malentiendan, me refiero a pequeñas libretas, libros, plumas y lápices. Estos últimos son los que apuñalan la tela como si intentaran llegar a mí.
Los puristas de la moda verán con recelo mi harakiri textil, considerarán innecesario el desgarre, las manchas de tinta (vamos, hasta he perdido lápices en el forro, al quedar atrapados en el limbo entre costuras). Todo se debe a mis hábitos como lector y escritor. En este mundo globalizado, donde somos nuestro dictador y víctima, poco tiempo nos queda para leer o escribir, así uno busca formas y espacios de rendir sin rendirse.
Opté por la lectura y escritura de carretera. No al estilo Kerouac, Hunter S. Thompson o Cormac McCarthy, sino al mexa: en trasporte público. La mayoría de mis viajes son una oportunidad para avanzar en una lectura pendiente, o de anotar esa idea que cual semilla germinará en algo si se riega adecuadamente. Dudo que sea el único. Ahora bien, tampoco es tan romántico como parece, se debe lidiar con la poca iluminación, la música a todo volumen, el brincoteo en cada bache, el exceso de velocidad, las frenadas; así como los pensamientos intrusivos como: la renta, la afore, la familia y la quincena.
También influye en lo que leemos, pues no podemos leer volúmenes muy gruesos, el peso y tamaño juegan en contra en los reducidos asientos; en algunas rutas deben ser en papel, una pantalla, aunque sea de un lector electrónico, invita al hurto; tipografía grande, es difícil el zoom en movimiento; pulso firme y decisión, pues, si como yo son lectores de rayar y escribir, el balanceo de las calles demanda seguridad en los trazos; entre muchos otros aspectos. Ya saben: lectura en resistencia.
Gracias a una muy querida amiga, y admirada colega, conocí el decálogo de “derechos del lector” que propone el escritor Daniel Penac en su libro Como una novela. Se trata de unos preceptos que apelan a la libertad en el acto de leer, ir más allá de verla como obligación u imposición. Todos son interesantes y merecen una reflexión propia. Aquí sólo comento algunos que se ajustan a las lecturas en el tráfico: “el derecho a leer en cualquier sitio” implica no sólo poder abrir un libro en el asiento, sino que las personas alrededor respeten el espacio, sin música o charlas fuertes, sin que te interrumpan para preguntarte: ¿qué estás leyendo?; “el derecho a releer” cuando no pudimos cambiar de libro; “el derecho a leer cualquier cosa” cuando el cansancio, físico o mental, las presiones, no nos den tregua y nos impida leer grandes y complejos libros, también se lee para descansar; “el derecho a hojear” cuando la luz o el cansancio no nos permiten leer de corrido; y, “el derecho a no leer” sin sentir culpa.
En esta sociedad que mide el éxito con base en la cantidad de libros leídos y en la ropa limpia e impecable, yo veo mis hoyos en los bolsillos como rabbit holes de Alicia, imperfecciones que me dan identidad. No se trata de ser un lector de boutique, sino de verdad leer. De dejar que las palabras, como los lápices perdidos, perforen la tela hasta tocar la piel.